En las tierras de El Bierzo, el relato de la Laguna del Burgo Ranero se enraíza en las leyendas que adornan los lagos y las lagunas a lo largo del Camino. En este entorno, una historia de misterio y transformación emerge junto a las oscuras aguas de la laguna, donde los malos olores y los coros de ranas y sapos tejían un aura de temor y repulsión.
En el corazón del pueblo de El Burgo Ranero, un peregrino sabio trazó su camino. La laguna, guardiana de secretos oscuros, orillaba este asentamiento. Las aguas turbias eran capaces de avivar escalofríos con su aura y, aunque las ranas y los sapos cantaban su canción natural, el coro resultaba inquietante para quienes lo escuchaban. Un viento de misterio soplaba desde las profundidades del agua, y tal era el temor que infundía que los vecinos más acaudalados establecían sus moradas lo más distante posible de la laguna, dejando a los menos afortunados cerca de sus orillas.
En el ocaso de una jornada, el peregrino llegó, llevando a cuestas kilómetros de travesía. La víspera de San Juan impregnaba el aire, y al inquirir por un refugio para la noche, un niño le guió a su hogar, pero no sin advertirle sobre las desventajas de su ubicación junto a la laguna. El peregrino, ajeno a los rumores y sin inmutarse ante las advertencias, aceptó el ofrecimiento del niño y se aposentó en la morada.
La mañana siguiente llegó con sus rayos dorados, y el pequeño anfitrión se apresuró a ofrecer alimento a su huésped. Sin embargo, la despensa del niño estaba vacía, y entre lágrimas compartió su preocupación. El peregrino, en un gesto de generosidad, extrajo de su zurrón una manzana hermosa, una ofrenda que sorprendió al niño dada la distancia que aún restaba por recorrer para el peregrino.
Con sabiduría y compasión, el peregrino transmitió un acto de alquimia espiritual al niño. Después de saborear la manzana, se le encomendó arrojar su corazón a las aguas de la laguna. Era un acto de purificación, un ritual que invitaba al lago a absorber toda negatividad. El niño, intrigado, obedeció y lanzó el corazón de la manzana al centro de la laguna.
Ante sus ojos atónitos, un cambio se desató. Desde el punto de impacto del corazón, un remolino de claridad se irradió por las aguas. La superficie oscurecida se transformó, revelando un matiz cristalino que destilaba pureza y renovación. La laguna, una vez perturbadora, se metamorfoseó en un espejo de límpidas aguas, una metáfora tangible de la alquimia que puede nacer del amor y la benevolencia.
Así, la Laguna del Burgo Ranero, arrullada por la leyenda, se convierte en una metáfora de la capacidad transformadora del espíritu humano. El peregrino, como un maestro oculto, no solo compartió un alimento físico, sino que también sembró la semilla de un acto simbólico de sanación, transmutando lo oscuro en luminoso, y brindando a la laguna una nueva historia que se fusiona con la magia del Camino.